martes, 19 de noviembre de 2013

Estadisticas y Cifras sobre la Pobreza y Pobreza Extrema




Presentación sobre la Pobreza con datos y definiciones

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Fotografias Andy Goldstein









Texto introductorio para la Tercera unidad

ALGO MÁS QUE COMPASIÓN



Contemplo las fotografías de Andy Goldstein.  La contención emocional de estas fotos cala hondo y transmite, sin sentimentalismo, imágenes desgarradoras. Y aunque la desgracia y el abandono social suelen hacernos voltear para otro lado, el trabajo de Goldstein me atrapa. Las miro y las vuelvo a mirar, tres, cuatro, cinco veces. Estoy conmovida y me rebasa una mezcla de sentimientos: compasión,  indignación, asombro y admiración. Según George Eliot la gente no se conmueve profundamente por lo que es usual y aunque la miseria y el sufrimiento de los pobres en América Latina es el pan de todos los días,  de pronto el trabajo de Goldstein me da una sacudida inesperada.

Hasta ahora, las fotografías de pobres latinoamericanos que había visto eran de personas a quienes no se invitaba a posar. Eran instantáneas que detenían fugazmente algunos aspectos del horror. Pero Goldstein les pidió a las personas que iba a retratar que ellas eligieran la disposición y el lugar dentro de sus hogares, y con su recurso técnico de fotografía “panorámica” puedo escudriñar hasta el último detalle de lo que nunca está a la vista. Incluso llego a imaginar relaciones equívocas y promiscuidades dolorosas. Pero, sobre todo, lo que transmiten estas fotos con una brutalidad contundente es una sensación de desesperanza. Las personas posan y nadie sonríe, aunque algunas caras muestren cierta actitud complacida (¿resignada?) como las de las mujeres de Santiago (Chile) o la mujer de Xochimilco (México). Pero la mayoría son miradas duras, escépticas, tristes, de seres humanos marginados, excluidos, silenciados. Algunas, como la de la joven obesa de Tepecoculco (México), manifiestan una profunda depresión.  A diferencia de las imágenes de seres famélicos en África, en América Latina, la región más desigual del mundo, la miseria se encuerpa en una obesidad mórbida, consecuencia del consumo de refrescos y comida chatarra.

La preponderancia de mujeres solas con sus hijos confirma el fenómeno de la feminización de la pobreza.  Aunque la condición de las mujeres en América Latina ha variado significativamente a lo largo de los últimos años, persisten graves disparidades que expresan las milenarias asimetrías que han regido las relaciones entre hombres y mujeres. Las escandalosas cifras de mortalidad materna  demuestran que el simple hecho de tener hijos es peligroso cuando las condiciones de gestación y parto son de  una de feroz precariedad. La Comisión Económica Para América Latina (CEPAL) califica de  “estructura de desventaja”  al círculo vicioso  que se arma con la maternidad a edades tempranas,  el número de hijos y la falta de educación y de  capacitación laboral. Varias imágenes de Goldstein son la encarnación de ese fenómeno, como la de mujer recién parida, acostada con el bebé y rodeada de 6 chamaquitos en Cuenca (Ecuador)  y la de joven mujer rodeada de nueve hijos, en Los Limones (Guatemala). Estas fotos registran como la subordinación de género se construye desde la infancia y reproduce esa “estructura de desventaja” en adolescentes que ya son madres o en mujeres solas encabezando familias. A pesar de que el acceso de las latinoamericanas al uso de los anticonceptivos ha sido notable y de que los índices de fecundidad han disminuido en todos los países de América Latina, entre las mujeres menores de veinte años de los estratos más pobres hay una tendencia creciente a la fecundidad. El fenómeno de la maternidad temprana se circunscribe fundamentalmente a las capas más desfavorecidas de la sociedad. No es posible que las mujeres crucen  el umbral de la pobreza y la exclusión si no reducen el número de hijos y, sobre todo, si no posponen la edad de su primer embarazo. Romper este círculo vicioso requiere concebir la maternidad como una decisión y no como un destino “natural”,  impuesto por la ausencia de opciones vitales que Goldstein retrata. Pero los gobiernos latinoamericanos prefieren consagrar creencias religiosas dentro de normas jurídicas y no ofrecen la educación sexual, el acceso a los anticonceptivos y la interrupción legal del embarazo que pondrían freno a tal  desastre socio-demográfico.

Otro aspecto de esta dinámica es la gran deserción escolar de las adolescentes. El rezago educativo impacta el acceso a empleos y produce  preocupantes  situaciones de explotación. No sorprende que las jovencitas huyan de esos hogares con la esperanza de dejar atrás la miseria, pero las opciones laborales que tienen se reducen al trabajo doméstico y al trabajo sexual. El anhelo de una vida distinta de la que Goldstein consigna es lo que alimenta el fenómeno de la migración de cantidad de chicas que buscan empleo lejos de sus lugares de origen. Muchas ingresan al trabajo sexual como forma de pagar su traslado, con la trágica consecuencia del contagio de enfermedades de transmisión sexual y VIH. Las desoladoras condiciones en que viven las hacen minimizar los peligros de toda índole que las acecharán.

 Y las que no migran, las mujeres que se quedan a cargo de la prole, las “jefas” de familia, sobreviven mendigando o cuando se incorporan al inseguro mercado laboral enfrentan una doble carga de trabajo. Entre los cambios significativos operados en la estructura de las familias latinoamericanas destaca el aumento de hogares con jefatura femenina. El crecimiento de estos hogares unipersonales es la tendencia más relevante en la región, especialmente en Centroamérica, y las familias con jefas mujeres se encuentran en mayor proporción en los hogares con más bajos ingresos y mayor incidencia de la indigencia. En nuestra región, aproximadamente 36% de los hogares encabezados por mujeres viven en condición de “pobreza”, proporción que en algunos países alcanza el 50%. Pese a la diversidad cultural y a las diferencias de clase social, en América Latina se asume como el destino “natural” de las mujeres el trabajo no remunerado de cuidado humano. Y precisamente la forma en que la construcción de la subjetividad femenina y el ejercicio de la maternidad  están imbricados con este “trabajo de amor” establece la gran diferencia entre las vidas de las mujeres y las de los hombres. La magnitud de la brecha de ingresos entre ambos sexos revela hasta qué punto hoy está presente la división social del trabajo por sexo. La segregación sexual laboral es un rasgo estructural de carácter económico-cultural, y las demás evidencias discriminatorias, como el mayor analfabetismo femenino, son reflejo o complemento de esa división inicial. Las mujeres son las más pobres entre los pobres y esto se explica fundamentalmente por la desigual distribución de ingresos y oportunidades con los hombres, debida a que ellas se hacen cargo de este  trabajo de cuidado, cuestión a la que se le otorga gran valor simbólico pero ningún tipo de infraestructura pública que lo aligere. Además, el trabajo doméstico asalariado suele ser el peor pagado de los trabajos y las condiciones laborales de las trabajadoras del hogar suelen ser inmorales,  pues el trato que se les dispensa con frecuencia se asemeja más al de servidumbre que al de una relación laboral.

Las fotografías de Goldstein retratan fielmente la desventura de las mujeres en esos míseros hogares: se alimentan mal, no han podido educarse,  padecen violencias de todo tipo y muchas asumen solas a los hijos. Cada imagen es un estudio de caso de sus  aterradoras condiciones de vida. ¿Sabíamos que en nuestras sociedades los seres humanos pueden sobrevivir en condiciones como las que vemos? Probablemente sí, pero no es lo mismo saberlo en abstracto que contemplar al detalle cómo viven millones de latinoamericanos. ¿Habíamos alguna vez imaginado la desolación de la choza de la  mujer de Cannan (Haití), donde sus únicas posesiones son el tapetito en el que acuesta a su hijita, un botellón de agua y el backpack colgado de un palo? ¿Cuántos seres humanos más viven así?

Decir “pobreza” para calificar estas condiciones de vida es usar un eufemismo que encubre la cruel ausencia de bienes indispensables: alimentación sana, servicios de salud, educación de calidad y un habitat decoroso. La mayoría de los interiores de las casas son patéticos, sin embargo en algunos destacan el orden y la limpieza, como en las de las familias pequeñas, con sólo una hija, de El Arenal (Perú) y de Tuningo (República Dominicana). Muchas exhiben un abarrotamiento de objetos e imágenes,  mientras que  otras son el retrato vivo de la indigencia. La mezcla de ropa, cacharros, muñecos de peluche y televisiones en chozas con pisos de tierra y paredes de cartón o lámina,  produce una sensación de agobio. 

Pero no todo es horror. Las fotos de Goldstein, que muestran con sobriedad el daño estructural de nuestras sociedades, registran también indicios alentadores. La desdicha  no afecta el sentido de dignidad,  como el de la familia de La Cuchilla (Guatemala) o la  pareja de El Arenal (Perú), donde el hombre, probablemente un obrero, elige mostrar orgulloso su instrumento de trabajo: una pala. Todos protegen sus objetos valiosos colgándolos del techo o los muros, como lo hace  la mujer de 30 de Mayo (Nicaragua), que aparece sentada con sus pantuflas, abrazando a una criatura, y que tiene sus tres pares de zapatos “decentes” o “de fiesta” detenidos en la pared. Que en todas las casas se vea una variedad de  peluches, cuadros, imágenes religiosas, así como  misteriosos bultos y parte de la despensa colocados en las alturas  hace pensar en los peligros que rondan al ras del suelo. Al mostrar la intimidad material de esas vidas, Goldstein permite que imaginemos algunos de sus sueños y frustraciones y. al contemplar  los  objetos que los rodean, es posible atisbar no sólo  dolores existenciales sino también disfrutes en la sobrevivencia.  Es deslumbrante cómo, aún en las peores condiciones,  existe la necesidad de rodearse de algo bello, como las estrellitas de plástico que tapizan el techo de la extraña familia en El Recuerdo (Colombia) o las tiras de colores de  la familia de El Jabalí (Guatemala). Y aunque son muy escasas las imágenes de los animales con quienes conviven, el perro al que abraza la niñita en Gardenia (Brasil) o el  gato bien alimentado junto a la mujer que amamanta a su bebé en Cuenca (Ecuador) nos enseñan que también hay espacio para el cuidado y la ternura.

Ante estas escenas la compasión está fuera de lugar. Estos compatriotas no la piden y de nada sirve sentirla. Lo que Goldstein capta obliga a preguntarnos: ¿es posible construir una sociedad justa sin que el Estado garantice condiciones de seguridad social, empleos dignos, servicios de salud y educación de calidad para toda la población?  Cuando tantas familias en  América Latina viven así se desmiente la propuesta del neoliberalismo y su promesa de justicia social queda exhibida en su abstracción retórica. Es  evidente que los gobiernos latinoamericanos no asumen sus obligaciones y que resolver tal barbaridad requiere una  transformación social de gran magnitud.  Pero, aunque el imperativo político que estas fotos perfilan es el de un cambio social capaz de  establecer exigencias de una mayor solidaridad, no todo es responsabilidad del Estado: se necesita también una modificación profunda de nuestras actitudes personales.

 Nosotros mismos hemos sido entrenados por la lógica del capitalismo voraz en la codicia económica y en la mezquindad de los sentimientos. Nos hemos acostumbrado a convivir con seres que mendigan por la calle y luego regresan a sus “villas miseria”, a sus favelas, a sus “asentamientos irregulares”. Nos hemos endurecido emocionalmente y los “invisibilizamos”.  La experiencia del dolor, que antecede a cualquier ideología, es lo universal de la condición humana y estas imágenes nos confrontan con nuestro  egoísmo. Aprendemos a ocuparnos de nuestros dolores sin considerar que es apremiante hacerlo con los dolores de los demás.  Sí, el lugar que ocupa el sufrimiento de los demás en nuestras vidas es ínfimo. Por eso estas fotos también son archivos de nuestra indiferencia. Goldstein nos obliga a presenciar algo que borramos cada día para poder seguir nuestras vidas con “la conciencia tranquila”, o sea, enajenados.  No es agradable ser confrontado con una situación de la que somos en parte responsables. Incomoda constatar el patético habitat de tantos latinoamericanos y no queremos sentirnos responsables de consecuencias que no decidimos provocar, aunque en parte nuestra indiferencia ha  permitido que  existan.

En Regarding the Pain of Others Susan Sontag definió la compasión como el sentimiento que aparece cuando uno se siente impotente, sobrepasado por la enormidad de un espectáculo atrozmente doloroso. Pero parecería que ese sentimiento trajera instalada una especie de disculpa implícita:  yo te compadezco, pero no tengo que ver con tu infortunio. ¿Cuál es la respuesta apropiada ante el sufrimiento de los demás? Lauren Berlant señala que no hay nada claro sobre la compasión, excepto que implica una relación social entre quienes sufren y quienes miran sufrir. ¿Acaso de esta relación absolutamente desigual se desprende algún sentimiento ético? Lamentablemente no. Y como la compasión por sí sola no es un valor, ni una virtud  ya que, como dice Berlant, sólo alude a cierto tipo de relación  social, entonces nuestra reacción compasiva resulta altamente sospechosa.

La compasión se da entre la benevolencia de unos y la necesidad de otros; es una relación entre desiguales: las personas que tienen compadecen a las que no tienen. De ahí que la compasión corra el riesgo de volverse condescendencia. Los sentimientos compasivos no generan una comprensión crítica de la injusticia social, ni provocan indignación. ¡Mal asunto no indignarse ante las causas estructurales que provocan la situación que compadecemos!  La vulnerabilidad de estos seres humanos nos cimbra,  sin embargo ¿qué tan pronto olvidaremos lo que vimos?  Aunque contemplar el dolor ajeno conlleva la demanda implícita de atenuarlo,  suele ocurrir que no sentimos la obligación moral de hacer algo al considerar que no lo hemos causado directamente.  Por eso,  cuando  contemplamos horrores que no pueden explicarse por la acción de una sola persona resulta complicado definir cuál sería una respuesta personal ética.  ¿Cómo instalar, en nosotros y en la vida pública, una reacción distinta de la compasión, que conduzca a mitigar el infortunio ajeno? ¿Cuáles deberían ser las respuestas deseables ante la  denuncia silenciosa y eficaz de Goldstein? ¡Qué difícil  “ponerse en los zapatos de los otros”!  ¿Acaso sólo vivir en carne propia la injusticia impulsa la reivindicación de la justicia?  ¿O será posible que cuando muchas personas compartan un sentimiento mezcla de compasión e indignación se logre impulsar una transformación socio-política?  Hay que tomar estas fotos muy en serio, porque el problema ético-político que plantean es sustantivo. 

Finalmente, si mirar sufrir produce ganas de salir corriendo, ¿qué le sucede al fotógrafo que se enfrenta en vivo y en directo a esos escenarios devastadores,  uno tras otro, país tras país. ¿Cómo queda Andy Goldstein después de cada  sesión? ¿Cómo logra sobreponerse ante esa miseria sin asideros? ¿Cómo duerme, qué imágenes rondan sus  sueños?  ¿Cómo vive después de transmitirnos estas historias? ¿Qué  marca le dejó ese duelo social?  La admiración que me provoca su valentía para realizar este trabajo  sólo es comparable con la que me suscita su capacidad de volcar su delicadeza y respeto por las personas a las que fotografía. 
A veces es necesario repetir lo obvio. Al mirar estas escenas la pregunta ineludible es  si es posible hacer algo. La indiferencia juega un papel clave en la reproducción de las relaciones sociales.  ¿Acaso las fotos implacables de Goldstein nos llevan a vislumbrar nuestra responsabilidad al sostener un sistema que orilla a vivir así a millones de compatriotas? Mirar no crea un vínculo moral, pero sí refleja, en negativo, nuestros privilegios y nos devuelve, como una bofetada, el bienestar y la holgura de nuestras vidas. ¿Podría entonces ocurrir que cuando el sufrimiento de los demás se presente de tal forma que nos mueva profundamente, la compasión se vuelva un compromiso? Aunque la indignación es un sentimiento eficaz, tal vez una profunda y acuciante vergüenza sea finalmente la que nos lleve a actuar. La organización no gubernamental que cobija el trabajo de Andy Goldstein, “TECHO”, propone un camino concreto y plausible. Y si vergüenza y compasión se traducen en una aportación personal colaboraremos algo en la imperativa transformación de esas condiciones de vida en nuestro continente. ¿Será que Otro mundo es posible?
Marta Lamas