ALGO MÁS QUE COMPASIÓN
Por Marta Lamas
Contemplo las fotografías de Andy
Goldstein. La contención emocional de estas fotos cala hondo y
transmite, sin sentimentalismo, imágenes desgarradoras. Y aunque la
desgracia y el abandono social suelen hacernos voltear para otro lado,
el trabajo de Goldstein me atrapa. Las miro y las vuelvo a mirar, tres,
cuatro, cinco veces. Estoy conmovida y me rebasa una mezcla de
sentimientos: compasión, indignación, asombro y admiración. Según
George Eliot la gente no se conmueve profundamente por lo que es usual y
aunque la miseria y el sufrimiento de los pobres en América Latina es
el pan de todos los días, de pronto el trabajo de Goldstein me da una
sacudida inesperada.
Hasta ahora, las fotografías de
pobres latinoamericanos que había visto eran de personas a quienes no se
invitaba a posar. Eran instantáneas que detenían fugazmente algunos
aspectos del horror. Pero Goldstein les pidió a las personas que iba a
retratar que ellas eligieran la disposición y el lugar dentro de sus
hogares, y con su recurso técnico de fotografía “panorámica” puedo
escudriñar hasta el último detalle de lo que nunca está a la vista.
Incluso llego a imaginar relaciones equívocas y promiscuidades
dolorosas. Pero, sobre todo, lo que transmiten estas fotos con una
brutalidad contundente es una sensación de desesperanza. Las personas
posan y nadie sonríe, aunque algunas caras muestren cierta actitud
complacida (¿resignada?) como las de las mujeres de Santiago (Chile) o
la mujer de Xochimilco (México). Pero la mayoría son miradas duras,
escépticas, tristes, de seres humanos marginados, excluidos,
silenciados. Algunas, como la de la joven obesa de Tepecoculco (México),
manifiestan una profunda depresión. A diferencia de las imágenes de
seres famélicos en África, en América Latina, la región más desigual del
mundo, la miseria se encuerpa en una obesidad mórbida, consecuencia del
consumo de refrescos y comida chatarra.
La preponderancia de mujeres solas
con sus hijos confirma el fenómeno de la feminización de la pobreza.
Aunque la condición de las mujeres en América Latina ha variado
significativamente a lo largo de los últimos años, persisten graves
disparidades que expresan las milenarias asimetrías que han regido las
relaciones entre hombres y mujeres. Las escandalosas cifras de
mortalidad materna demuestran que el simple hecho de tener hijos es
peligroso cuando las condiciones de gestación y parto son de una de
feroz precariedad. La Comisión Económica Para América Latina (CEPAL)
califica de “estructura de desventaja” al círculo vicioso que se arma
con la maternidad a edades tempranas, el número de hijos y la falta de
educación y de capacitación laboral. Varias imágenes de Goldstein son
la encarnación de ese fenómeno, como la de mujer recién parida, acostada
con el bebé y rodeada de 6 chamaquitos en Cuenca (Ecuador) y la de
joven mujer rodeada de nueve hijos, en Los Limones (Guatemala). Estas
fotos registran como la subordinación de género se construye desde la
infancia y reproduce esa “estructura de desventaja” en adolescentes que
ya son madres o en mujeres solas encabezando familias. A pesar de que el
acceso de las latinoamericanas al uso de los anticonceptivos ha sido
notable y de que los índices de fecundidad han disminuido en todos los
países de América Latina, entre las mujeres menores de veinte años de
los estratos más pobres hay una tendencia creciente a la fecundidad. El
fenómeno de la maternidad temprana se circunscribe fundamentalmente a
las capas más desfavorecidas de la sociedad. No es posible que las
mujeres crucen el umbral de la pobreza y la exclusión si no reducen el
número de hijos y, sobre todo, si no posponen la edad de su primer
embarazo. Romper este círculo vicioso requiere concebir la maternidad
como una decisión y no como un destino “natural”, impuesto por la
ausencia de opciones vitales que Goldstein retrata. Pero los gobiernos
latinoamericanos prefieren consagrar creencias religiosas dentro de
normas jurídicas y no ofrecen la educación sexual, el acceso a los
anticonceptivos y la interrupción legal del embarazo que pondrían freno a
tal desastre socio-demográfico.
Otro aspecto de esta dinámica es la
gran deserción escolar de las adolescentes. El rezago educativo impacta
el acceso a empleos y produce preocupantes situaciones de explotación.
No sorprende que las jovencitas huyan de esos hogares con la esperanza
de dejar atrás la miseria, pero las opciones laborales que tienen se
reducen al trabajo doméstico y al trabajo sexual. El anhelo de una vida
distinta de la que Goldstein consigna es lo que alimenta el fenómeno de
la migración de cantidad de chicas que buscan empleo lejos de sus
lugares de origen. Muchas ingresan al trabajo sexual como forma de pagar
su traslado, con la trágica consecuencia del contagio de enfermedades
de transmisión sexual y VIH. Las desoladoras condiciones en que viven
las hacen minimizar los peligros de toda índole que las acecharán.
Y las que no migran, las mujeres que
se quedan a cargo de la prole, las “jefas” de familia, sobreviven
mendigando o cuando se incorporan al inseguro mercado laboral enfrentan
una doble carga de trabajo. Entre los cambios significativos operados en
la estructura de las familias latinoamericanas destaca el aumento de
hogares con jefatura femenina. El crecimiento de estos hogares
unipersonales es la tendencia más relevante en la región, especialmente
en Centroamérica, y las familias con jefas mujeres se encuentran en
mayor proporción en los hogares con más bajos ingresos y mayor
incidencia de la indigencia. En nuestra región, aproximadamente 36% de
los hogares encabezados por mujeres viven en condición de “pobreza”,
proporción que en algunos países alcanza el 50%. Pese a la diversidad
cultural y a las diferencias de clase social, en América Latina se asume
como el destino “natural” de las mujeres el trabajo no remunerado de
cuidado humano. Y precisamente la forma en que la construcción de la
subjetividad femenina y el ejercicio de la maternidad están imbricados
con este “trabajo de amor” establece la gran diferencia entre las vidas
de las mujeres y las de los hombres. La magnitud de la brecha de
ingresos entre ambos sexos revela hasta qué punto hoy está presente la
división social del trabajo por sexo. La segregación sexual laboral es
un rasgo estructural de carácter económico-cultural, y las demás
evidencias discriminatorias, como el mayor analfabetismo femenino, son
reflejo o complemento de esa división inicial. Las mujeres son las más
pobres entre los pobres y esto se explica fundamentalmente por la
desigual distribución de ingresos y oportunidades con los hombres,
debida a que ellas se hacen cargo de este trabajo de cuidado, cuestión a
la que se le otorga gran valor simbólico pero ningún tipo de
infraestructura pública que lo aligere. Además, el trabajo doméstico
asalariado suele ser el peor pagado de los trabajos y las condiciones
laborales de las trabajadoras del hogar suelen ser inmorales, pues el
trato que se les dispensa con frecuencia se asemeja más al de
servidumbre que al de una relación laboral.
Las fotografías de Goldstein retratan
fielmente la desventura de las mujeres en esos míseros hogares: se
alimentan mal, no han podido educarse, padecen violencias de todo tipo y
muchas asumen solas a los hijos. Cada imagen es un estudio de caso de
sus aterradoras condiciones de vida. ¿Sabíamos que en nuestras
sociedades los seres humanos pueden sobrevivir en condiciones como las
que vemos? Probablemente sí, pero no es lo mismo saberlo en abstracto
que contemplar al detalle cómo viven millones de latinoamericanos.
¿Habíamos alguna vez imaginado la desolación de la choza de la mujer de
Cannan (Haití), donde sus únicas posesiones son el tapetito en el que
acuesta a su hijita, un botellón de agua y el backpack colgado de un
palo? ¿Cuántos seres humanos más viven así?
Decir “pobreza” para calificar estas
condiciones de vida es usar un eufemismo que encubre la cruel ausencia
de bienes indispensables: alimentación sana, servicios de salud,
educación de calidad y un habitat decoroso. La mayoría de los interiores
de las casas son patéticos, sin embargo en algunos destacan el orden y
la limpieza, como en las de las familias pequeñas, con sólo una hija, de
El Arenal (Perú) y de Tuningo (República Dominicana). Muchas exhiben un
abarrotamiento de objetos e imágenes, mientras que otras son el
retrato vivo de la indigencia. La mezcla de ropa, cacharros, muñecos de
peluche y televisiones en chozas con pisos de tierra y paredes de cartón
o lámina, produce una sensación de agobio.
Pero no todo es horror. Las fotos de
Goldstein, que muestran con sobriedad el daño estructural de nuestras
sociedades, registran también indicios alentadores. La desdicha no
afecta el sentido de dignidad, como el de la familia de La Cuchilla
(Guatemala) o la pareja de El Arenal (Perú), donde el hombre,
probablemente un obrero, elige mostrar orgulloso su instrumento de
trabajo: una pala. Todos protegen sus objetos valiosos colgándolos del
techo o los muros, como lo hace la mujer de 30 de Mayo (Nicaragua), que
aparece sentada con sus pantuflas, abrazando a una criatura, y que
tiene sus tres pares de zapatos “decentes” o “de fiesta” detenidos en la
pared. Que en todas las casas se vea una variedad de peluches,
cuadros, imágenes religiosas, así como misteriosos bultos y parte de la
despensa colocados en las alturas hace pensar en los peligros que
rondan al ras del suelo. Al mostrar la intimidad material de esas vidas,
Goldstein permite que imaginemos algunos de sus sueños y frustraciones
y. al contemplar los objetos que los rodean, es posible atisbar no
sólo dolores existenciales sino también disfrutes en la sobrevivencia.
Es deslumbrante cómo, aún en las peores condiciones, existe la
necesidad de rodearse de algo bello, como las estrellitas de plástico
que tapizan el techo de la extraña familia en El Recuerdo (Colombia) o
las tiras de colores de la familia de El Jabalí (Guatemala). Y aunque
son muy escasas las imágenes de los animales con quienes conviven, el
perro al que abraza la niñita en Gardenia (Brasil) o el gato bien
alimentado junto a la mujer que amamanta a su bebé en Cuenca (Ecuador)
nos enseñan que también hay espacio para el cuidado y la ternura.
Ante estas escenas la compasión está
fuera de lugar. Estos compatriotas no la piden y de nada sirve sentirla.
Lo que Goldstein capta obliga a preguntarnos: ¿es posible construir una
sociedad justa sin que el Estado garantice condiciones de seguridad
social, empleos dignos, servicios de salud y educación de calidad para
toda la población? Cuando tantas familias en América Latina viven así
se desmiente la propuesta del neoliberalismo y su promesa de justicia
social queda exhibida en su abstracción retórica. Es evidente que los
gobiernos latinoamericanos no asumen sus obligaciones y que resolver tal
barbaridad requiere una transformación social de gran magnitud. Pero,
aunque el imperativo político que estas fotos perfilan es el de un
cambio social capaz de establecer exigencias de una mayor solidaridad,
no todo es responsabilidad del Estado: se necesita también una
modificación profunda de nuestras actitudes personales.
Nosotros mismos hemos sido
entrenados por la lógica del capitalismo voraz en la codicia económica y
en la mezquindad de los sentimientos. Nos hemos acostumbrado a convivir
con seres que mendigan por la calle y luego regresan a sus “villas
miseria”, a sus favelas, a sus “asentamientos irregulares”. Nos hemos
endurecido emocionalmente y los “invisibilizamos”. La experiencia del
dolor, que antecede a cualquier ideología, es lo universal de la
condición humana y estas imágenes nos confrontan con nuestro egoísmo.
Aprendemos a ocuparnos de nuestros dolores sin considerar que es
apremiante hacerlo con los dolores de los demás. Sí, el lugar que ocupa
el sufrimiento de los demás en nuestras vidas es ínfimo. Por eso estas
fotos también son archivos de nuestra indiferencia. Goldstein nos obliga
a presenciar algo que borramos cada día para poder seguir nuestras
vidas con “la conciencia tranquila”, o sea, enajenados. No es agradable
ser confrontado con una situación de la que somos en parte
responsables. Incomoda constatar el patético habitat de tantos
latinoamericanos y no queremos sentirnos responsables de consecuencias
que no decidimos provocar, aunque en parte nuestra indiferencia ha
permitido que existan.
En Regarding the Pain of Others Susan
Sontag definió la compasión como el sentimiento que aparece cuando uno
se siente impotente, sobrepasado por la enormidad de un espectáculo
atrozmente doloroso. Pero parecería que ese sentimiento trajera
instalada una especie de disculpa implícita: yo te compadezco, pero no
tengo que ver con tu infortunio. ¿Cuál es la respuesta apropiada ante el
sufrimiento de los demás? Lauren Berlant señala que no hay nada claro
sobre la compasión, excepto que implica una relación social entre
quienes sufren y quienes miran sufrir. ¿Acaso de esta relación
absolutamente desigual se desprende algún sentimiento ético?
Lamentablemente no. Y como la compasión por sí sola no es un valor, ni
una virtud ya que, como dice Berlant, sólo alude a cierto tipo de
relación social, entonces nuestra reacción compasiva resulta altamente
sospechosa.
La compasión se da entre la
benevolencia de unos y la necesidad de otros; es una relación entre
desiguales: las personas que tienen compadecen a las que no tienen. De
ahí que la compasión corra el riesgo de volverse condescendencia. Los
sentimientos compasivos no generan una comprensión crítica de la
injusticia social, ni provocan indignación. ¡Mal asunto no indignarse
ante las causas estructurales que provocan la situación que
compadecemos! La vulnerabilidad de estos seres humanos nos cimbra, sin
embargo ¿qué tan pronto olvidaremos lo que vimos? Aunque contemplar el
dolor ajeno conlleva la demanda implícita de atenuarlo, suele ocurrir
que no sentimos la obligación moral de hacer algo al considerar que no
lo hemos causado directamente. Por eso, cuando contemplamos horrores
que no pueden explicarse por la acción de una sola persona resulta
complicado definir cuál sería una respuesta personal ética. ¿Cómo
instalar, en nosotros y en la vida pública, una reacción distinta de la
compasión, que conduzca a mitigar el infortunio ajeno? ¿Cuáles deberían
ser las respuestas deseables ante la denuncia silenciosa y eficaz de
Goldstein? ¡Qué difícil “ponerse en los zapatos de los otros”! ¿Acaso
sólo vivir en carne propia la injusticia impulsa la reivindicación de la
justicia? ¿O será posible que cuando muchas personas compartan un
sentimiento mezcla de compasión e indignación se logre impulsar una
transformación socio-política? Hay que tomar estas fotos muy en serio,
porque el problema ético-político que plantean es sustantivo.
Finalmente, si mirar sufrir produce
ganas de salir corriendo, ¿qué le sucede al fotógrafo que se enfrenta en
vivo y en directo a esos escenarios devastadores, uno tras otro, país
tras país. ¿Cómo queda Andy Goldstein después de cada sesión? ¿Cómo
logra sobreponerse ante esa miseria sin asideros? ¿Cómo duerme, qué
imágenes rondan sus sueños? ¿Cómo vive después de transmitirnos estas
historias? ¿Qué marca le dejó ese duelo social? La admiración que me
provoca su valentía para realizar este trabajo sólo es comparable con
la que me suscita su capacidad de volcar su delicadeza y respeto por las
personas a las que fotografía.
A veces es necesario repetir lo
obvio. Al mirar estas escenas la pregunta ineludible es si es posible
hacer algo. La indiferencia juega un papel clave en la reproducción de
las relaciones sociales. ¿Acaso las fotos implacables de Goldstein nos
llevan a vislumbrar nuestra responsabilidad al sostener un sistema que
orilla a vivir así a millones de compatriotas? Mirar no crea un vínculo
moral, pero sí refleja, en negativo, nuestros privilegios y nos
devuelve, como una bofetada, el bienestar y la holgura de nuestras
vidas. ¿Podría entonces ocurrir que cuando el sufrimiento de los demás
se presente de tal forma que nos mueva profundamente, la compasión se
vuelva un compromiso? Aunque la indignación es un sentimiento eficaz,
tal vez una profunda y acuciante vergüenza sea finalmente la que nos
lleve a actuar. La organización no gubernamental que cobija el trabajo
de Andy Goldstein, “TECHO”, propone un camino concreto y plausible. Y si
vergüenza y compasión se traducen en una aportación personal
colaboraremos algo en la imperativa transformación de esas condiciones
de vida en nuestro continente. ¿Será que Otro mundo es posible?
Marta Lamas
No hay comentarios:
Publicar un comentario